13 de julio de 2013

Los Junglatos. Relatos desde la jungla. Hoy: "Un buen castigo"

           Este relato lo escribí, como otros, con el acicate de presentarlo a un concurso. Y como viene siendo habitual, obtuvo el mismo éxito que sus predecesores. En esta ocasión el organizador era la tienda Fnac. Se trataba de escribir un cuento que tuviera como base, de alguna manera, una canción. Por esos tiempos devoraba la música y las excelentes letras de Fito Cabrales y, por consiguiente, la elegida terminó por ser “Un buen castigo”. La canción, al menos para mí, y el relato tratan de las drogas y el amor. El personaje principal recuerda lo que ha sido su vida al tiempo que le llegan a los oídos estrofas sueltas de la susodicha tonada procedentes del interior de un garito. ¿Cómo un castigo puede ser bueno? Ariel Rot también adelantaba hace años una “Dulce condena”. Y Antonio Gala en su soneto “A trabajos forzados”, musicado e interpretado por el gran Antonio Vega, abogaba por un “tormento que no acabe” y reclamaba “de acero su cadena”. Siempre amor y, en el caso que nos ocupa, drogas. ¿O es lo mismo?...



Un buen castigo

         El agua de la lluvia resbalaba por su rostro arrastrando a su paso las gotas de frío sudor que manaban de cada uno de los poros de su cuerpo. A esas horas, en ese negro callejón y con la que estaba cayendo, no mucho lo diferenciaba de las grandes bolsas negras de basura que se amontonaban a su alrededor. El doloroso retumbe de la pared en la que apoyaba su cabeza, se volvía música cada vez que alguien abría la puerta trasera del local para tirar la penúltima bolsa de vidrios que se rompían al contacto con los otros sacos.

“Lo he intentado muchas veces
pero nunca me ha salido...”

            Tuvo una infancia fácil, quizá demasiado. Las mejores fiestas de cumpleaños, los mejores regalos, los mejores juegos, la mejor cartera para el colegio, el mejor abrigo. Fue el primero en tener una bici, un ciclomotor, una motocicleta, un cochecito de esos que no sabe uno muy bien si clasificarlos como motos o yo que sé y, ¿cómo no?, un coche. El caso es que también fue el primero en convencer a sus amiguitos para saltarse unas clases y en un rincón secreto del colegio toserse sus primeros cigarrillos.

“...La verdad es que me interesa
sólo porque está prohibido...”

            Luego vino la Universidad, los locos viajes de verano, los porritos, las pastillas, los masteres y el negocio de restauración que papá montó en pleno casco antiguo donde cada noche se daba cita lo mejor de cada casa. Allí la conoció.

            El se divertía conversando con todos sus ilustres clientes, alabando todos sus detalles y riendo cada una de sus bromas. Después de visitar cuatro o cinco mesas se pasaba por la cocina para comprobar que todo estaba en orden y a la vuelta entraba en el baño para recuperar fuerzas esnifando el último descubrimiento con el que ella le había obsequiado. Ella siempre fue más fuerte y poco a poco se fueron dando cuenta.

“...El mejor de los pecados,
el haberte conocido...”

            Las ausencias al trabajo eran cada vez más comunes. Sin darse cuenta había cambiado la coca por el caballo pero, eso sí, fumado. No era ningún asqueroso yonqui con los brazos destrozados que fuera compartiendo agujas y enfermedades con los coleguitas. Estaba en otro nivel y podía permitirse el lujo de quedarse en casa esperando que ella, dudando cada día más si hacía lo correcto, le trajese su billete para el viaje de ese día.

“...Tú no eres sin mí,
yo sólo soy contigo...”

            Decía que controlaba. Ella no estaba tan segura. Hacía tiempo que no se metía nada de esa mierda y a ratos no comprendía como él podía continuar hundiéndose. Antes era divertido. Mucho antes de que después de tener la repetitiva y cansina conversación de siempre la apartara de un empujón, le gritara, cogiera su chaqueta y saliera a “pillar”. Definitivamente ya no era tan divertido, pero ¡lo quería tanto!

“...Yo no sé si mis zapatos
durarán todo el camino...”

            Hubo que vender el negocio. El inagotable grifo familiar hacía tiempo que se había cerrado y sus caprichos no podían esperar ni un minuto. El deterioro físico era cada vez más evidente. Su paso por distintas clínicas no le reportaban el efecto deseado por los pocos amigos que le quedaban. Dejaba de tomar esto y se enganchaba con aquello. Realmente no hacía más que seguir el consejo de su padre de no mezclar para evitar resacas indeseadas.

            Ella, en una mezcla de desesperación, cansancio y rabia, no sabía que más hacer. Su vida no era tal. Se sentía sola. Más de una vez se le pasó por la cabeza irse y no volver, pero ¿qué hubiese sido de él? ¡Nadie quería saber nada al respecto! Y, además, habían estado “viajando” mil veces juntos. De hecho fue ella misma la que en más de una ocasión le invitó a probar cosas nuevas. Se sentía culpable de haber podido salir y él no. De cualquier manera, sabía que en el fondo la única razón para no haber cruzado el umbral con las maletas era que lo quería como nunca había imaginado que se podía querer a una persona.

“...Yo siempre te he “dao” los besos
que tú nunca me has pedido...”

            Esa noche decidió que por una vez en su vida iba a ser el fuerte, iba a tomar el control de la situación, iba a conseguir que su amada pudiera vivir otra vida, disfrutar de otras cosas, de otra gente. Por primera vez salió a la calle con la decisión de hacer algo sólo y exclusivamente por alguien. Él ya no existía.

            Las lágrimas resbalaban sin control por su cara mientras con paso titubeante y desesperado buscaba un lugar discreto donde mezclar por primera y última ocasión su sangre con esa mierda adulterada.

“...Los ojos como el coyote
cuando ve al correcaminos...”

La verdad es que la inoportuna lluvia de esa noche no estaba ayudando mucho a llegar al desenlace previsto. El frío lo espabilaba y en esos momentos de lucidez que tenía le atormentaba el hecho de saberse causante del dolor que durante ese tiempo había causado en tantas personas y que ahora se concentraba sólo en una. La amaba pero le podía el mono. La veía triste, desconcertada y desilusionada pero al mismo tiempo fuerte y decidida. Llevaba mucho tiempo siéndolo por los dos y cada día que pasaba, cada hora que se consumía lo iba siendo más. Más fuerte pero más triste.

            La vida se le escapaba, y en esos momentos llegó a pensar que, en definitiva, no era tan malo. Tendría que haber pasado antes. Se iba yendo con la tranquilidad de dejar descansar al fin a todos los que lo habían querido y soportado, con la convicción de estar saldando una deuda con todos ellos. Empezaba a disfrutar del castigo que sin duda a ella le hubiera gustado imponerle, una dulce condena. Por fin un merecido descanso.

“...Y cuidar de las estrellas

puede ser un buen castigo.”

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