La siguiente historia trata de las diferencias entre dos generaciones
correlativas y la manera de afrontarlas de cada una de las partes. La escribí,
una vez más, con el incentivo del diario El País y por ello le doy las gracias
ya que puede que de otra manera no me hubiera puesto sobre un papel en blanco
(porque antes me enfrentaba a un papel en blanco y no a una pantalla en blanco
como ahora) a desarrollar la idea de enfrentar los pensamientos y las actitudes
de padres e hijos. El egocentrismo innato en el ser humano le hace pensar que
el mundo empezó el día que él mismo nació y por consiguiente acabará el día que
él desaparezca. Por eso aunque él como individuo se enfrente a su circunstancia
por primera vez, el ser humano como colectivo ya lo ha hecho millones de
millones de veces antes que él. Otras ropas, otras leyes, otras lenguas; pero
las mismas situaciones. El incidente que viven los protagonistas en la
narración es el mismo que viven otros en todas las partes del mundo y el mismo
que vivieron otros en todas las partes de la Historia. El mismo planteamiento
aunque, quizá, distinto final…
Volvían cansados. Ella iba al volante pero tenían la
impresión de que el Mercedes último modelo que habían adquirido recientemente
podría llevarles de vuelta a casa con una simple orden vocal. La cena había
sido bastante agradable aunque el tema principal de conversación fuera el de
siempre: los hijos. Por supuesto todos eran muy estudiosos, respetuosos, altos
y guapos. Si por casualidad uno daba muestras de alguna leve transgresión no
era, claro está, el propio. Como mucho confesaban que les habían pillado alguna
vez en una mentirijilla excusándolos seguidamente con frases tales como “es
que está en una edad muy difícil” o “es que creo que tiene un amiguito
(o amiguita) que se las trae”.
Al
pasar por la Plaza Vieja tuvieron que bajar la ventanilla para, no dando
crédito a lo que sus ojos les mostraban, descubrir a su retoño sentado en el
capó de un coche, con el maletero abierto y despidiendo un ruido estruendoso al
que había degenerado la música, rodeado de amigotes, vasos de cubatas y un muy
sospechoso cigarrillo entre los dedos. Sabiamente decidieron que sería mejor
tener “la conversación” en casa. La noche se preveía larga.
El
pequeño paulatinamente había dejado de ir al cine y al “burger” para directamente quedar con sus colegas en la plaza,
siempre en el mismo sitio. Le había costado que sus padres le dejaran de
sermonear cada mañana al bajar a desayunar a causa de la importante longitud de
su pelo que, al mismo tiempo, le servía para tapar los más de un agujero que
tenía en la oreja derecha y que nada más salir de casa insertaba con distintos
tipos de pendientes. Aún le estaba dando vueltas a como hacer para que no se
notara mucho el próximo que se pondría en una de las cejas. Algún que otro
tatuaje trivial decoraba sus brazos. En cuanto al vestuario todo parecía ir al
revés: las mangas largas de las camisetas asomando bajo las cortas de verano,
los calzoncillos en su lugar pero dejándose ver sobre los cada vez más caídos
pantalones. “Un desastre sin ningún tipo
de futuro”, mascullaban sus padres a la más mínima ocasión.
Sus
padres habían, si no comprendido, medio tolerado todos estos cambios. ¿Qué
podían hacer? Tan sólo les quedaba esperar que el paso del tiempo le hiciera
entrar en razón. Pero esto ya era el colmo. Esto no lo podían dejar pasar. El
apocalipsis se avecinaba y ellos eran los únicos que se daban cuenta de ello. Su
niño se les iba de las manos hacia el oscuro mundo de las drogas. Aunque no
salieran, como era habitual, demasiadas palabras de su boca, la comunicación
con sus padres tampoco era su fuerte, al menos esa noche escucharía los
reproches y castigos de sus progenitores.
Ya
en casa, mientras tomaban una última copa decidiendo quien empezaría la charla
cuando llegara el niño, fueron cayendo en la cuenta de algunos pequeños detalles
olvidados.
Realmente
el pelo tan largo no era nada del otro mundo, él mismo sin ir más lejos lo
había lucido bastante tiempo en su etapa universitaria. Más concretamente
cuando su mujer se enamoró de él. Ella había llevado más que un solo agujero en
la oreja. Las circunstancias que rodearon la realización del tatuaje con el que
él fue marcado en la mili probablemente no difirieron tanto de las que llevaron
al chico a hacerse los suyos. Recordaron que les gustaba subir el volumen de
los "picús" para así poder
bailar más alocadamente. Una sonrisa nostálgica afloró en ambos al pensar en
los enfrentamientos que tuvieron en más de una ocasión con “los grises” y, sin
saber cómo, los relacionaron con las pintadas que el chico había hecho en los
bancos del parque el verano pasado. Varias horas estuvieron encontrando toda
clase de paralelismos hasta que resignadamente comprobaron también que un día,
al acabar unos exámenes finales, se lo habían pasado en grande fumando unos
cuantos porros en el Seat 124 rojo de un amigo del barrio.
Fue
justo en ese momento cuando sintieron la puerta de la casa y apareció su hijo.
El hijo del que hasta hace unas horas les separaba un abismo y que ahora
sentían, con renovada ilusión, más cerca que nunca.
-¿Qué
pasa? ¿Qué hacéis aún despiertos?
-Nada
hijo, acabamos de llegar.