Este relato lo escribí, como otros, con el acicate de
presentarlo a un concurso. Y como viene siendo habitual, obtuvo el mismo éxito que
sus predecesores. En esta ocasión el organizador era la tienda Fnac. Se trataba
de escribir un cuento que tuviera como base, de alguna manera, una canción. Por
esos tiempos devoraba la música y las excelentes letras de Fito Cabrales y, por
consiguiente, la elegida terminó por ser “Un buen castigo”. La canción, al
menos para mí, y el relato tratan de las drogas y el amor. El personaje
principal recuerda lo que ha sido su vida al tiempo que le llegan a los oídos estrofas
sueltas de la susodicha tonada procedentes del interior de un garito. ¿Cómo un
castigo puede ser bueno? Ariel Rot también adelantaba hace años una “Dulce
condena”. Y Antonio Gala en su soneto “A trabajos forzados”, musicado e
interpretado por el gran Antonio Vega, abogaba por un “tormento que no acabe”
y reclamaba “de acero su cadena”. Siempre amor y, en el caso que nos ocupa,
drogas. ¿O es lo mismo?...
Un buen castigo
El
agua de la lluvia resbalaba por su rostro arrastrando a su paso las gotas de
frío sudor que manaban de cada uno de los poros de su cuerpo. A esas horas, en
ese negro callejón y con la que estaba cayendo, no mucho lo diferenciaba de las
grandes bolsas negras de basura que se amontonaban a su alrededor. El doloroso retumbe
de la pared en la que apoyaba su cabeza, se volvía música cada vez que alguien
abría la puerta trasera del local para tirar la penúltima bolsa de vidrios que
se rompían al contacto con los otros sacos.
“Lo he intentado
muchas veces
pero nunca me ha
salido...”
Tuvo
una infancia fácil, quizá demasiado. Las mejores fiestas de cumpleaños, los
mejores regalos, los mejores juegos, la mejor cartera para el colegio, el mejor
abrigo. Fue el primero en tener una bici, un ciclomotor, una motocicleta, un
cochecito de esos que no sabe uno muy bien si clasificarlos como motos o yo que
sé y, ¿cómo no?, un coche. El caso es que también fue el primero en convencer a
sus amiguitos para saltarse unas clases y en un rincón secreto del colegio
toserse sus primeros cigarrillos.
“...La verdad es que me interesa
sólo porque está prohibido...”
Luego
vino la Universidad, los locos viajes de verano, los porritos, las pastillas,
los masteres y el negocio de restauración que papá montó en pleno casco antiguo donde cada noche se daba cita lo
mejor de cada casa. Allí la conoció.
El
se divertía conversando con todos sus ilustres clientes, alabando todos sus
detalles y riendo cada una de sus bromas. Después de visitar cuatro o cinco
mesas se pasaba por la cocina para comprobar que todo estaba en orden y a la
vuelta entraba en el baño para recuperar fuerzas esnifando el último descubrimiento con el que ella le había obsequiado.
Ella siempre fue más fuerte y poco a poco se fueron dando cuenta.
“...El mejor de los pecados,
el haberte conocido...”
Las
ausencias al trabajo eran cada vez más comunes. Sin darse cuenta había cambiado
la coca por el caballo pero, eso sí, fumado. No era ningún asqueroso yonqui con los brazos destrozados que
fuera compartiendo agujas y enfermedades con los coleguitas. Estaba en otro
nivel y podía permitirse el lujo de quedarse en casa esperando que ella,
dudando cada día más si hacía lo correcto, le trajese su billete para el viaje
de ese día.
“...Tú no eres sin mí,
yo sólo soy contigo...”
Decía
que controlaba. Ella no estaba tan segura. Hacía tiempo que no se metía nada de
esa mierda y a ratos no comprendía como él podía continuar hundiéndose. Antes
era divertido. Mucho antes de que después de tener la repetitiva y cansina
conversación de siempre la apartara de un empujón, le gritara, cogiera su
chaqueta y saliera a “pillar”. Definitivamente ya no era tan divertido, pero
¡lo quería tanto!
“...Yo no sé si mis zapatos
durarán todo el camino...”
Hubo
que vender el negocio. El inagotable grifo familiar hacía tiempo que se había
cerrado y sus caprichos no podían esperar ni un minuto. El deterioro físico era
cada vez más evidente. Su paso por distintas clínicas no le reportaban el
efecto deseado por los pocos amigos que le quedaban. Dejaba de tomar esto y se
enganchaba con aquello. Realmente no hacía más que seguir el consejo de su
padre de no mezclar para evitar resacas indeseadas.
Ella,
en una mezcla de desesperación, cansancio y rabia, no sabía que más hacer. Su
vida no era tal. Se sentía sola. Más de una vez se le pasó por la cabeza irse y
no volver, pero ¿qué hubiese sido de él? ¡Nadie quería saber nada al respecto!
Y, además, habían estado “viajando” mil veces juntos. De hecho fue ella misma
la que en más de una ocasión le invitó a probar cosas nuevas. Se sentía culpable
de haber podido salir y él no. De cualquier manera, sabía que en el fondo la
única razón para no haber cruzado el umbral con las maletas era que lo quería
como nunca había imaginado que se podía querer a una persona.
“...Yo siempre te he “dao” los besos
que tú nunca me has pedido...”
Esa
noche decidió que por una vez en su vida iba a ser el fuerte, iba a tomar el
control de la situación, iba a conseguir que su amada pudiera vivir otra vida,
disfrutar de otras cosas, de otra gente. Por primera vez salió a la calle con
la decisión de hacer algo sólo y exclusivamente por alguien. Él ya no existía.
Las
lágrimas resbalaban sin control por su cara mientras con paso titubeante y
desesperado buscaba un lugar discreto donde mezclar por primera y última ocasión
su sangre con esa mierda adulterada.
“...Los ojos como el coyote
cuando ve al correcaminos...”
La verdad es
que la inoportuna lluvia de esa noche no estaba ayudando mucho a llegar al
desenlace previsto. El frío lo espabilaba y en esos momentos de lucidez que
tenía le atormentaba el hecho de saberse causante del dolor que durante ese
tiempo había causado en tantas personas y que ahora se concentraba sólo en una.
La amaba pero le podía el mono. La veía triste, desconcertada y desilusionada
pero al mismo tiempo fuerte y decidida. Llevaba mucho tiempo siéndolo por los
dos y cada día que pasaba, cada hora que se consumía lo iba siendo más. Más
fuerte pero más triste.
La
vida se le escapaba, y en esos momentos llegó a pensar que, en definitiva, no
era tan malo. Tendría que haber pasado antes. Se iba yendo con la tranquilidad
de dejar descansar al fin a todos los que lo habían querido y soportado, con la
convicción de estar saldando una deuda con todos ellos. Empezaba a disfrutar
del castigo que sin duda a ella le hubiera gustado imponerle, una dulce condena.
Por fin un merecido descanso.
“...Y cuidar de las estrellas
puede ser un buen castigo.”
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