Es hora de hablar del tiempo que pasa inexorablemente. Lo sé, es una frase muy manida a estas alturas pero no por ello deja de ser una cruda realidad más real, si cabe, conforme vas viendo pasar los meses y los años a una velocidad jodidamente endiablada. Queda ya lejos, madre mía qué lejos, el día en que escuché por primera vez una canción que parecía sacada de otro mundo: un mundo de caballeros, sueños, destinos, leyendas y héroes.
Es hora de hablar del protagonista de una historia que se empezaba a forjar cuando apareció en escena un joven pelirrojo con una melena larga y rizada que hacía que a su cabeza le fuera imposible mantener la verticalidad establecida. Conociendo su trayectoria a lo largo de los años es fácil pensar que ya entonces fuera quien llevase la voz cantante, en todos los sentidos, de una banda de Zaragoza que haría historia tanto por su relativa corta vida como por sus millones de seguidores en todo el mundo que fueron aumentando incluso después de disuelta la formación. Lo que viene a ser una banda de leyenda, tal y como aventuraba aquel primer éxito discográfico. Tanto es así que tras años de separación se juntaron de nuevo para dar unos cuantos conciertos y llenaron estadios una vez más al igual que los Stones cada vez que se les antoja.
Sí, el tiempo pasa. Y lo hace para todos y, en algunas ocasiones, para bien. Aquel muchacho de melena roja se lo montó él solito y comenzó a componer y a tocar un tipo de música más adulta y radical. Desde ese momento la leyenda se personificó y comenzó el mito. Igual es pronto para hablar de un término tan importante pero lo cierto es que Enrique Bunbury se ha labrado su fama a golpes de corazón y de orgullo. Orgullo que a algunos les irrita y a otros les encanta. Una vez dejado el grupo con su más o menos arrope entre los compañeros, comenzó su historia. Una historia que le ha llevado a llenar estadios una vez más, una historia que le llevó a pasajes depresivos, una historia que le llevó a abandonar, literalmente, el escenario en cierta ocasión y decidir no volver a subirse nunca más, una historia que le ha llevado a componer para otros artistas, a colaborar con quien le ha dado la gana, a enfrentarse a falsos plagios de ibéricos envidiosos y a seguir forjándose su fama de arrogante, distante, fiel y claro.
Es hora de hablar de uno de esos pocos personajes a los que la gente odia o adora. Sin términos medios. De esos a los que a veces es difícil encontrar alguien que sea sincero y admita que le gusta, y sin embargo sus conciertos a lo largo del mundo cuelgan una y otra vez cartel de no hay billetes. Es uno de esos como José Mourinho o su amigo El Loco. Tienen el privilegio, autolabrado, de decir las cosas tal y como las sienten sin pensar en las posibles consecuencias que puedan tener en el mundo hipócrita y despegado que habitamos (Las consecuencias son inevitables.../…¿por qué siempre conviene alegrar a la gente? / También, de vez en cuando, está bien / asustar un poco…).
Es hora de hablar de Enrique después de haber presenciado uno de los mejores directos de lo visto últimamente. Espectáculo in crescendo con uno de sus puntos culminantes en la canción que abre este artículo, “Es hora de hablar”. Si en el disco llama la atención como sube de tono en cada estrofa agregándose instrumentos a medida que avanza la canción, en vivo no tiene desperdicio y está llamada a ser una de las fijas del repertorio. Dulce, potente y directa.
Es hora de hablar de Enrique, de las consecuencias que le han llevado a ser quien es en estos momentos. Es hora de hablar de los rockeros, en su más amplio sentido, españoles y su dilatada experiencia y sensibilidad. Es hora de dejarles hablar. De saber agradecer y valorar a nuestros músicos y sus letras bien entendidas.
Es hora de hablar de que nunca hablamos de lo que hay que hablar.
“Es hora de hablar…/…de hacerse viejo entre tus enemigos…/…Que quiero hacer muchas cosas por ti / las más posibles / las más posibles”
(E. Bunbury)
(E. Bunbury)
Salud y hasta pronto.
Aldeire, 8 de diciembre de 2010.
Grande Enrique
ResponderEliminar