Este texto lo escribí para presentarlo a un concurso de relatos que
organizó el periódico El País hace unos años. Huelga decir que tras enviarlo
nunca más supe de su destino final aunque seguramente acabaría en la papelera
de "no reciclaje" de algún ordenador de dicho periódico. Creo recordar que el premio
era algo relacionado con la visita del grupo de rock U2 al Estadio Vicente
Calderón y por ello el título hace referencia a una de sus canciones. La
historia está inspirada en un personaje real, cuyo nombre es real y que estuvo realmente
en el escenario que se describe en el texto tras salir huyendo hacia Francia,
como tantos otros, al finalizar la Guerra Civil Española. Lo que es ficción es
la historia que se cuenta. Aunque ¿quién puede decir a ciencia cierta que,
entre tanta gente, no pasara algo, al menos, similar…?
Dedicado a Antoine.
Un lugar llamado Vértigo
Abrió los
ojos y lo que vio le resultó demasiado familiar. Hacía tiempo que había perdido
la cuenta de los días que llevaba en aquel lugar. Tumbado sobre la arena,
apenas una manta vieja y con un horrible olor a podredumbre lo separaba del
suelo y el cielo, observó con fría indiferencia todo lo que le había acompañado
en los últimos meses. No sabía cuantos, pero de lo que sí estaba seguro era que
no serían muchos más. No podían ser muchos más. Sentía la agradable brisa
mediterránea ahora convertida en ártico azote nocturno, notaba la arena que
tantos niños habían transformado en imposibles castillos depositada cuando
menos incómodamente en cada orificio de su cuerpo, deseaba el agua que veía
frente a él y que irónicamente no servía para saciar sed alguna.
Sin
apenas moverse observó y sintió los cuerpos acostados a su alrededor. Era
increible como, cada día que pasaba, se iban pareciendo más entre ellos. Labios
agrietados, piel quemada, ojos rojos y lagrimados, las ropas cada vez más
grandes a causa de la escasa comida y las continuas enfermedades. La vida en
aquella inmensa playa rodeada de alambradas de espino no era ni había sido nada
fácil para ninguna de las miles de personas que se hacinaban en ella. Gracias a
su dominio del francés y a su colaboración en las distintas actividades
culturales organizadas por sus compañeros de encierro, Antoine había sabido
hacerse con la amistad, respeto y cercanía no sólo de sus camaradas sino
también de los guardas y los mandos que gestionaban el campo de concentración.
Cruzó su
mirada con otra. No entendía por qué pero hacía ya tiempo que despertaban casi
simultáneamente. Lo que sí sabía era que ya no volvería a suceder. No volverían
a despertar juntos en aquel infierno. Hoy era el día en que se separaban
después de tanto tiempo, después de una vida juntos, después de una guerra
llena de sufrimiento. Esperando su reacción, no había querido decirle nada
sobre su pequeño cambio de planes. No quería darle siquiera la oportunidad de
convencerlo de lo contrario.
A
través de sus ojos lagañosos y ensangrentados vislumbró una silueta a contraluz
que se paró junto a ellos. Sabía a lo que venía. Él era el único que lo sabía.
El guarda pronunció el nombre de su compañero mientras un instante de complicidad
se materializaba en una mirada mezcla de tristeza, alegría y admiración entre
Antoine y su cómplice. Los dos compañeros se despidieron con lágrimas en los
ojos, un abrazo con toda la poca fuerza que les quedaba y el beso más sincero
que jamás dieron en su vida. Ambos comprendían que probablemente no se
volverían a ver. Además Antoine sabía que su camarada no tenía nada que temer,
lo conducían hacia el mejor de los lugares, lo acompañaban hacia la libertad.
El
salvoconducto que Antoine consiguiera para sí, había logrado cambiarlo a favor
de su colega. No por un acto heroico, simplemente por pura lógica, él era su
compañero. Realmente era su hermano, su hermano mayor. Pero sobretodo y por
encima de todo, él era su amigo.
Al
cabo de los años una fría notificación en manos de alguien que día a día había
estado esperando y al mismo tiempo deseando que no llegara, confirmaba sus más
terribles pesadillas. Antoine había sido entregado por las autoridades
francesas a las alemanas y había dado con sus huesos en uno de los más
aterradores campos de concentración nazis y, lamentablemente, había fallecido
de “muerte natural”.
Una
lágrima mezcla de tristeza, alegría y rabia emborronó las últimas letras de la
carta. Había recibido más de lo que nunca podría haber dado. Su amigo le había
regalado la vida.